El Caballo y el MuchachoCapítulo Uno
Shasta emprende un viaje
Éste es el relato de una aventura que sucedió en Narnia y Calormen, y en los territorios situados entre ambos países, en la época dorada, cuando Peter era Sumo Monarca de Narnia y su hermano y sus dos hermanas eran rey y reinas bajo su gobierno.
En aquellos tiempos, en una pequeña ensenada situada casi en el extremo sur de Calormen, vivía un pobre pescador llamado Arsheesh, y con él vivía un muchacho que lo llamaba padre. El nombre del muchacho era Shasta. Casi todos los días Arsheesh salía en su bote a pescar por la maña-na, y por la tarde enganchaba su asno a un carro, cargaba el carro de pescado y recorría casi dos kilómetros en dirección sur hasta el pueblo para venderlo. Si había conseguido que se lo compraran a buen precio, regresaba a casa más o menos de buen humor y no le decía nada a Shasta, pero si no había obtenido las ganancias esperadas, se dedicaba a censurar todo lo que el muchacho hacía y a veces incluso le pegaba. Siempre había algo que criticar ya que Shasta tenía trabajo en abundancia: reparar y lavar las redes, preparar la cena y limpiar la cabaña en la que ambos vivían.
Shasta no sentía el menor interés por lo que estaba situado al sur de su hogar porque en una o dos ocasiones había estado en el pueblo con Arsheesh y sabía que allí no había nada interesante. En el pueblo sólo encontraba a otros hombres que eran iguales a su padre: hombres con largas túnicas sucias, zapatos de madera con las puntas vueltas hacia arriba, turbantes en las cabezas y el rostro barbudo, que hablaban entre sí muy despacio sobre cosas que parecían aburridas. Sin embargo, sí le atraía en gran medida todo lo que se encontraba al norte, porque nadie iba jamás en aquella dirección y a él tampoco le permitían hacerlo. Cuando estaba sentado en el exterior remen-dando redes, y totalmente solo, a menudo dirigía ansiosas miradas en aquella dirección. No se veía nada, a excepción de una ladera cubierta de hierba que se alzaba hasta una loma baja y, más allá, el cielo y tal vez unas cuantas aves en él.
En ocasiones, si Arsheesh estaba allí, Shasta decía:
-- Padre mío, ¿qué hay al otro lado de la colina?
Y entonces, si estaba de malhumor, el pescador abofeteaba al muchacho y le decía que fuera a ocuparse de su trabajo. O, si se hallaba de un humor apacible, respondía:
-- Hijo mío, no permitas que tu mente se distraiga con preguntas ociosas. Pues uno de los poetas ha dicho: «La dedicación al trabajo es la base de la prosperidad, pero aquellos que hacen preguntas que no les conciernen están dirigiendo la nave del desatino hacia la roca de la indigencia».
Shasta pensaba que al otro lado de la colina debía de existir algún magnífico secreto que su padre deseaba ocultarle. En realidad, no obstante, el pescador hablaba de aquel modo porque no sabía qué había al norte; ni le importaba. Poseía una mentalidad muy práctica.
Un día llegó del sur un extranjero que no se parecía a ningún hombre que Shasta hubiera visto antes. Montaba un recio caballo tordo de ondulantes crines y cola, y sus estribos y brida estaban adornados con incrustaciones de plata. La púa de un yelmo sobresalía de la parte central de su turbante de seda y llevaba una cota de malla. De su costado pendía una curva cimitarra; un escudo redondo tachonado con adornos de cobre colgaba a su espalda, y su mano derecha sujetaba una lanza. Su rostro era oscuro, pero eso no sorprendió a Shasta porque el de todos los habitantes de Calormen lo era; lo que sí lo sorprendió fue la barba del desconocido, que estaba teñida de color carmesí, y era rizada y relucía bañada en aceite perfumado. No obstante, Arsheesh sí sabía, por el oro que el extranjero lucía en el brazo desnudo, que se trataba de un tarkaan o gran señor y se inclinó arrodillándose ante él hasta que su barba tocó la tierra, e hizo señas a Shasta para que se arrodillara también.
El desconocido exigió hospitalidad para aquella noche, cosa que, desde luego, el pescador no se atrevió a negar. Todo lo mejor que tenían fue colocado ante el tarkaan para que cenara, aunque a éste no le pareció gran cosa, y como sucedía siempre que el pescador tenía compañía, a Shasta le dieron un pedazo de pan y lo echaron de la cabaña. En ocasiones como aquélla el niño acostumbraba a dormir con el asno en su pequeño establo de tejado de paja; pero era aún muy temprano para irse a dormir, y Shasta, al que jamás habían enseñado que estaba mal escuchar detrás de las puertas, se sentó en el suelo con la oreja pegada a una rendija de la pared de madera de la cabaña para escuchar lo que hablaban los adultos. Y esto fue lo que oyó:
-- Y ahora, anfitrión mío-- dijo el tarkaan -- , me gustaría comprar a ese chico tuyo.
-- Pero mi señor-- respondió el pescador; y Shasta adivinó por su tono zalamero la expresión codiciosa que probablemente estaría apareciendo en su rostro mientras lo decía -- , ¿qué precio podría inducir a este siervo vuestro a vender como esclavo a su único hijo y carne de su carne? ¿Acaso no ha dicho uno de los poetas: «El afecto innato es más fuerte que la sopa y la progenie, más preciosa que los rubíes»?
-- Así es-- respondió el invitado con sequedad -- , pero otro poeta ha dicho también: «Aquel que intenta engañar al juicioso desnuda al hacerlo la propia espalda para el látigo». No cargues tu anciana boca con falsedades. Está bien claro que este muchacho no es hijo tuyo, pues tus mejillas son tan negras como las mías mientras que el muchacho es rubio y blanco como los odiosos pero hermosos bárbaros que habitan en el lejano norte.
El Caballo y el Muchacho. Copyright © by C. Lewis. Reprinted by permission of HarperCollins Publishers, Inc. All rights reserved. Available now wherever books are sold.
Excerpted from El Caballo y el Muchacho by C. S. Lewis
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