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Abuelita Chinta
EN LA CASA de mi abuelita, la puerta estaba abierta, así que me asomé y la vi sentada ante la mesa del comedor con una tabla de cortar en su regazo, donde rebanaba jitomate, cebolla y un chile jalapeño. No la había visto en tres años, pero para mí se veía idéntica. Como de costumbre, llevaba su cabello gris rizado amarrado en forma de colita, traía un vestido floreado que le llegaba por debajo de la rodilla y calzaba unas sandalias negras.
--Abuelita, ya llegué --le dije al entrar.
Cuando me sonrió noté que, desde la última vez que la vi, se le había caído otro diente. Abracé a mi pequeña abuelita y aspiré su aroma a aceite de almendras y hierbas.
--Gracias a Dios que llegaste bien --respondió, estrechándome con fuerza. Miró hacia su altar, donde una vela ardía junto a la imagen de la Virgen de Guadalupe, y se persignó para agradecerle a Dios que había llegado bien--. El viaje puede ser peligroso para una muchacha que anda sola.
--Sí, abuelita. Pero tuve cuidado --me senté con ella a la mesita y la vi terminar de cortar las verduras--. ¿Qué está preparando, abuelita?
--Un taco. ¿Quieres uno? --se levantó para calentar las tortillas en la estufa, mientras yo miraba alrededor para ver dónde estaba la carne. No había ninguna cazuela en el fuego, y la única comida eran las verduras cortadas. Tampoco tenía frijoles o arroz.
La choza lucía exactamente igual que cuando viví aquí con ella y mis hermanos. Era una habitación grande sin paredes internas. La cama de mi abuela, la estufa y su altar estaban cerca de la puerta; en medio se encontraba la mesa del comedor; al fondo estaba la hamaca donde dormía mi tío Crece. La cama que perteneció a mis padres continuaba aquí, arrumbada en una esquina. En una jaula que colgaba de una viga del techo dormían dos palomas blancas. Los rayos de luz se filtraban entre las varas de carrizo. El calor del sol que irradiaba del techo de láminas metálicas me adormilaba, y me hizo bostezar.
Mi abuelita repartió las tortillas calientes en dos platos y las llenó con los trozos de jitomate, cebolla y jalapeño. Me dio un plato y se disculpó por lo modesta de la comida.
--Ya van varias semanas que tu tío Crece no ha tenido mucho trabajo --comentó--. Y ya se terminó el poco dinero que me manda tu mamá.
Tomé el plato que ella me dio y miré el taco. En Santa Cruz conocí por primera vez a los vegetarianos y veganos, y quedé sorprendida de que pudiera existir semejante cosa. ¿Qué diría mi abuelita si le dijera que en los Estados Unidos la gente elige comer como ella lo hacía ahora, en especial los niños ricos que creían que ser vegano era genial y que comprar en las tiendas de segunda mano, como yo lo hacía, era un capricho y no una necesidad? Allá, me daban ganas de decirle, comer un taco de jitomate era una elección, una preferencia personal, no un acto de supervivencia que te imponían la pobreza y un sistema corrupto y opresivo.
Como si me leyera el pensamiento, me dijo:
--M'ija, siempre debemos agradecer lo que Dios nos da.
Quise decirle que Dios estaba dando casi nada. O que tal vez Él era vegano e intentaba que mi abuelita también lo fuera. Sí, mis pensamientos eran muy cínicos, aunque entendía bastante bien lo que mi abuelita me estaba diciendo; en ocasiones, hasta las verduras son difíciles de conseguir y uno debe estar agradecido cuando las obtiene. Cuando vivía aquí con ella, hubo veces en que lo único que teníamos para comer eran tortillas con sal. Como estudiante universitaria, me costaba arreglármelas y aún no estaba en condiciones de ayudar a mantener a mi abuelita. Pero me hice la promesa de que un día, cuando mi título universitario me permitiera ganar dinero, la ayudaría y la cuidaría como alguna vez ella lo hizo conmigo.
Le dio una mordida a su taco y yo al mío; el jugo del jitomate se escurrió en mi mano y lo lamí porque tampoco había servilletas.
--¿Cómo te va en El Otro Lado? --me preguntó mi abuelita, lamiéndose también los dedos--. Tu mamá me contó que ya estás en la universidad.
Asentí con la cabeza y le conté, entusiasmada, acerca de Santa Cruz, sobre las secuoyas, los venados, la bahía, el malecón, el perfume del aire --que era una mezcla de hojas, tierra, brisa salada del océano y esperanza--. ¡Qué no daría por poder llevarla allá! Me imaginé caminando por aquel precioso lugar de la mano de mi abuelita, señalándole una babosa grande y amarilla que se arrastraba por la corteza color canela de las secuoyas y arrancando las hojas puntiagudas de una secuoya para que ella pudiera percibir su aroma. Me estiré y la tomé de las manos, como si por arte de magia pudiera llevarla allá conmigo. No se me ocurrió comprarle una camiseta de mi universidad que dijera ABUELA UCSC.
--Hay unos árboles cerca de la biblioteca que dan flores tan blancas que parecieran estar cubiertos de nieve --le dije, pero luego, al recordar que nunca había visto la nieve, agregué--: O como si mil palomas blancas se hubieran posado en ellos. --A éstas sí las conocía bien.
Abuelita Chinta sonrió con una expresión distante en los ojos, como si se esforzara por imaginar esa ciudad mágica. Cuando vives en un lugar como Iguala, es difícil creer que el mundo puede lucir distinto. La sensación de culpa me trajo de vuelta a la realidad y pude sentir los callos de sus manos arrugadas, ver la capa de polvo en sus pies, percibir el calor infernal que irradiaba de su techo de lámina. ¿Por qué puedo disfrutar de un lugar tan hermoso, pero no mi abuelita, quien tuvo que trabajar desde muy joven para alimentar a su familia? Ella, que nunca fue a la escuela, que vivía a tres horas de Acapulco y, sin embargo, nunca había contemplado el océano con sus propios ojos.
--Me alegra que vivas en un lugar hermoso, m'ija --comentó, con su sonrisa chimuela--. Después de todo lo que pasaron, mis niños, se lo merecen.
"Usted también, abuelita", quise decirle.
Justo en ese momento llegó la tía Güera, seguida por mis pequeños primos, Diana y Ángel.
--Ya llegaste --señaló--. Qué bueno.
--¿Dónde está Betty? --pregunté, levantándome para abrazarla--. ¿Está con Lupe?
Llegué por la tarde y me sorprendió que no hubiera nadie en casa, sólo mi abuelita. Mi prima Lupe tenía catorce años, uno menos que mi hermana. En las escuelas de México había dos turnos, el matutino y el vespertino. Por lo general, especialmente en la secundaria y en la preparatoria, los muchachos pobres terminaban atrapados en el horario de la tarde y tenían que atravesar de noche aquella turbia ciudad para regresar a casa. Era un camino peligroso, en especial para las muchachas.
--Lupe está en la escuela --señaló mi tía--, pero tu hermana no. No se quiso inscribir y ni modo de obligarla.
--Entonces, ¿dónde está ahorita?
--No sé --respondió mi tía Güera--. Se va con sus amigos, a veces sin avisarme --dijo, tomando asiento al otro lado de la mesa--. Mira, Reyna, yo quiero mucho a tu hermana y no me gustaría que le pasara algo malo, pero toda la colonia anda hablando sobre las relaciones vergonzosas que tiene con los muchachos. Yo ya no quiero tener esa responsabilidad. Si termina embarazada, o algo peor, no quiero que sea bajo mi cuidado. Tal vez a ti te haga caso.
Suspiré. No le confesé a mi tía que quizá yo no sería de mucha ayuda. Si los adultos que la rodeaban no lograban que mi hermana entrara en razón, ¿qué los hacía suponer que yo sí lo conseguiría? Betty y yo teníamos una buena relación, pero no como la que alguna vez tuve con Mago.
Por fin llegó mi prima Lupe, pero aún no había señas de Betty.
--De seguro anda por la estación de trenes. Allá es donde vive Chon.
--¿Quién?
--Es el tipo con el que ha estado saliendo Betty --contestó Lupe--. Pero está casado.
Le di dinero a Lupe para que fuera al puesto de comida más cercano a comprar quesadillas. Mientras esperábamos sentadas, me pregunté por qué tanto Betty como yo teníamos esa necesidad enfermiza de ser amadas y queridas por los hombres. Como nuestros padres rara vez nos mostraban algún gesto de ternura, parecía que teníamos que encontrarlo fuera de casa. Por eso no me importaba lo que dijera la gente de Betty, yo no iba a juzgarla.
Cuando Lupe regresó, no llegó sola.
--Miren a quién me encontré --dijo mi prima.
Betty corrió a abrazarme, y todo lo que comentaron sobre mi hermanita de pronto se esfumó cuando la tuve entre mis brazos. Era mi Betty. Cuando escuché que mi madre iba a tener una hija en los Estados Unidos, odié a esa bebé. Estaba celosa de la niñita que había llegado a quitarme mi lugar como la bebé de la familia. Pero cuando la conocí, pensé que era la pequeña más hermosa que hubiese visto, con cabello abundante, rizado y oscuro, además de unas pestañas larguísimas. Cuando mi mamá huyó con el luchador y nos dejó solos --incluida la bebé estadounidense--, me di cuenta de que Betty era como yo, que no era nada especial para mi mamá y que le era igual de fácil abandonarla como lo hizo conmigo. Había intentado protegerla, igual que Mago lo hizo conmigo.
Pero en cuanto Mago, Carlos y yo nos fuimos con nuestro padre a los Estados Unidos, obligados a dejar a mi hermana, nos volvimos a distanciar de ella. Con el paso de los años, a pesar de que terminó viviendo en Los Ángeles con nuestra madre, difícilmente la veíamos. Intentamos que se quedara algunos fines de semana en casa de nuestro padre, pero las visitas eran breves y pocos frecuentes. Mago y yo teníamos un vínculo maravilloso que no incluía a Betty. La distancia y el rencor de nuestros padres fue lo que la mantuvo al margen de nuestra hermandad.
No fue sino hasta que Mago me dejó para iniciar una vida independiente y formar su propio hogar, que entendí lo que se sentía no contar con nadie, justo lo que mi hermana menor había sentido durante muchos años.
Esa fue la razón por la que vine a México. No era porque pensaba que podía ayudarla, sino porque sabía lo que era estar sola.
--Aquí estoy --le dije, estrechándola aun con más fuerza--. Aquí estoy.
Más tarde, esa misma noche, Betty y yo compartimos la cama que alguna vez perteneció a nuestros padres y que yo antes compartía con Mago. Mi tío Crece dormía en la hamaca que colgaba de las vigas y mi abuelita en su cama, cerca de la puerta. Entre los ronquidos de ambos, los ladridos de los perros afuera y el canto de los grillos, resultaba difícil quedarse dormida.
--De todos modos, no quería estar en Los Ángeles --me confesó Betty luego de que le dije cuánto lamentaba que mi madre la hubiera enviado lejos--. Por lo menos aquí puedo escaparme de ella. De ellos.
Por supuesto que se refería a nuestro padrastro. A pesar de que vivimos separadas, en cierta manera nuestras vidas no habían sido muy distintas. Al compartir el techo con nuestro padre, Mago, Carlos y yo padecimos la indiferencia de nuestra madrastra, Mila, quien prefería mantener su distancia y no relacionarse mucho con nosotros. Nunca nos gritó ni nos pegó, pero eso no significaba que no hubiésemos sufrido gracias a ella. Cualquier queja que tenía se la daba a mi padre, quien salía como un demonio de la habitación con el cinturón en la mano para darnos una paliza. La mayoría de las veces ni siquiera sabíamos por qué nos estaba golpeando, pues Mila no nos decía de frente en qué la habíamos disgustado.
Rey, nuestro padrastro, era lo contrario de ella. Sin pensarlo dos veces, golpeaba y le gritaba a Betty, y no necesitaba permiso de mi madre para actuar y hacerle ver su disgusto. Aunque ambas crecimos en hogares donde las palizas y los insultos eran la norma, en mi caso sólo los recibí de manos de mi padre, mientras que mi hermana los padeció con ambos, mi madre y mi padrastro.
--Lo siento, Betty --le dije, refiriéndome a todo; a cómo la inmigración y la separación tuvieron un efecto negativo en todos nosotros; a cómo, a pesar de que nuestros padres emigraron precisamente de esta ciudad para ir a los Estados Unidos con el fin de construirnos una casa, terminaron destruyendo nuestro hogar.
Como si me hubiera leído el pensamiento, Betty volteó a verme.
--¿Crees que las cosas habrían sido distintas si nunca se hubieran ido? ¿Crees que estaríamos juntos como familia?
La luz plateada de la luna se filtraba por los huecos que había en la pared, hecha con varas de carrizo atadas con cuerda y alambre. Sus ojos iluminados por la luna me vieron llenos de esperanza e inocencia, y supe que deseaba que le presentara una imagen distinta --una realidad diferente-- de la que estábamos viviendo. Sin embargo, no tenía caso arrepentirse ni desear que el pasado fuera diferente y que nuestra historia familiar no fuera tal como fue.
--No hay nada que podamos hacer para cambiar el pasado, Betty. Pero, ¿sabes lo que quiero? Quiero algún día mirar el pasado y decir que todo el dolor y toda la angustia valieron la pena.
--¿Por eso vas a la universidad?
--Sí --le respondí--. Si ya pagamos un precio muy alto por tener esta oportunidad, lo mejor que podemos hacer es aprovecharla. Lo que está en nuestro poder es lograr que nuestro futuro sea mejor que nuestro pasado, Betty, aunque a veces parece que nunca podremos escapar de él.
Mi hermana se quedó callada. Se volteó hacia la pared, dándome la espalda.
--No quiero regresar a ese lugar --me dijo antes de quedarse dormida--. Espero que no hayas venido para llevarme con ella.
Excerpted from A Dream Called Home by Reyna Grande
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La extraordinaria historia de Reyna Grande—que comenzó en su exitosa autobiografía La distancia entre nosotros—continúa ahora en esta fabulosa travesía para encontrar su lugar en los Estados Unidos como universitaria latina de primera generación y como escritora.
Reyna Grande tenía nueve años cuando cruzó la frontera de México y los Estados Unidos buscando un hogar y el reencuentro con sus padres, quienes la habían dejado en su tierra natal para migrar a Los Ángeles en busca de una mejor vida. Sin embargo, lo que encontró fue a una madre indiferente y a un padre alcohólico y violento, en un país cuyo sistema educativo menospreciaba sus raíces.
Reyna se refugió en las palabras. Su amor por la lectura y la escritura fueron su inspiración para salir adelante y lograr lo que parecía imposible: ser la primera persona en su familia en asistir a la universidad. Pero la experiencia universitaria resultó intimidante, y muy pronto descubrió que desconocía lo que se requiere para forjar una carrera a partir de un sueño.
Contra viento y marea, Reyna convirtió su condición de inmigrante indocumentada en la de “una escritora valiente, inteligente y brillante” (Cheryl Strayed, autora de Wild) que “habla por millones de inmigrantes cuyas voces no han sido escuchadas” (Sandra Cisneros, autora de La casa en Mango Street). Narrada con esa prosa conmovedora y sincera que la caracteriza, en La búsqueda de un sueño Reyna Grande nos relata cómo persiguió sus sueños para construir lo que siempre había anhelado: un hogar duradero.